Existe un interés por parte del poder establecido en trasladar a la sociedad la idea de que únicamente existen dos alternativas de poder, cada una de ellas vinculada a un sistema de producción teóricamente distinto. No obstante ambas tienen el denominador común de su servidumbre a la materia, al objeto, al tener y ambas asfixian la parte espiritual de la persona. Pero existen alternativas a esa falsa dicotomía. En una serie de artículos intentaremos mostrar estas alternativas a los sistemas materialistas (ya sea capitalista o marxista) que a lo largo de la historia del pensamiento han florecido. Y empezaremos por el cuerpo de pensamiento creado (o cuanto menos incluido en el debate, ya que no es estrictamente original) por el católico francés Emmanuel Mounier.

Nacido en 1905 entre gente sencilla del campo y muerto en 1950 entre filósofos y pensadores católicos, este francés, sordo, tuerto, triste y melancólico, dejó como legado un cuerpo de pensamiento que supera al materialismo marxista y al capitalismo individualista en la búsqueda de la justicia social y el beneficio del trabajador. Este conjunto de ideas estructuradas se irá a llamar personalismo comunitario.
Su infancia transcurre sin acontecimientos especiales, iniciando posteriormente estudios de Medicina en París, los cuales pronto abandona por la Filosofía. Aquí conoce a una de las personas que más le influyeron a lo largo de su vida, su maestro Jacques Chavelier. Éste le anima a presentarse a la oposición a profesor encargado de cátedra universitaria, obteniendo el número dos. Tal y como reconoce Chavelier, su mayor servicio prestado a Emmanuel Mounier consistió en ayudarle a encontrar una forma sencilla y luminosa de expresar su pensamiento abandonando cualquier artificio sistematizador.
Durante ese tiempo no abandona su militancia católica, perteneciendo al movimiento de Acción Católica de Jóvenes Franceses, a las Conferencia de San Vicente de Paul o a la Acción Católica Obrera. Las exigencias de esta militancia llevaron a Mounier a trabajar con los pobres, y es realizando esta labor cuando conoce al entonces abad Guerry (posteriormente Arzobispo de Cambrai). Su influencia también será muy importante para Mounier.
La miseria humana produce vértigo en el filósofo. Hace que se dé cuenta de que la pobreza encarcela al hombre con sus problemas esenciales, arrojando sobre el tapete los pecados de un sistema. Su proximidad a la pobreza es su bautismo de fuego y le hace llegar a la conclusión de que solo hay dos clases de hombres: los explotadores y los explotados; y “todo hombre se define por el lugar que ocupa en una u otra clase. El explotador nutre su poder de la sustancia del explotado y llama vida del espíritu a la adoración un tanto repugnante de las ideologías que inventa para justificarse y complacerse”. Como cristiano, es consciente de que debe tomar una actitud ante todos los problemas humanos, y critica a quienes deciden mantenerse ajenos a los problemas del mundo; los compara con aquellos asalariados que se niegan a arriesgarse a una huelga porque ellos no hacen política pero que año tras año se aprovechan de las mejoras obtenidas por los que hacen las huelgas, reciben los golpes y cumplen los meses de cárcel.
Como tema de su tesis doctoral en Filosofía, decide investigar a los místicos españoles, para lo que viene a España en 1930. Ante lo ingente y complicado del trabajo, cambia su objetivo y lo traslada hacia el estudio del pensamiento de Charles Péguy, figura que le seduce desde un primer momento; descubre en él al cristiano abierto al mundo que responde a una vocación de presencia en éste. De él aprenderá el hábito del inconformismo, la manera de luchar contra las alienaciones del dinero y la encarnación de lo espiritual en lo temporal. El que fuera cardenal Danielou dirigió el trabajo, que se convertiría en el primer libro de Mounier y que sería publicado en 1931 con el título El pensamiento de Charles Péguy. Profundizando en este singular filósofo, percibió la llamada que lo alejó definitivamente de la élite universitaria para dedicarse a la acción. Siendo profesor de Filosofía en Saint Marie de Neully y en el Liceo de Saint Omer crea, como herramienta de lucha contra el desorden establecido, la revista Esprit. Pero, antes de hablar de la revista, desarrollemos brevemente su pensamiento.

Pensamiento
El personalismo comunitario es una filosofía centrada en la persona y en su consideración como ser de proyección comunitaria. Mounier mantiene que el hombre es el sistema, o mejor dicho, debe llegar a serlo. Busca, por tanto, la liberación del ser humano a la deriva, desarraigado en el último siglo por el materialismo en cualquiera de sus formas. Entiende que hay que rescatar a ese individuo despersonalizado, perdido en el anonimato, sin vocación, sin sentido, y, para ello, hay que recomponer las comunidades vitales: la familia, la asociación profesional, la nación. El Estado de Derecho debe ser, para Mounier, la garantía de la autonomía de las personas y de las comunidades naturales.
Así pues, Mounier propone la creación de un Estado que supere los modelos existentes. Se trata de alcanzar la libertad sin renunciar a la justicia social y a los valores espirituales. «Los derechos que el Estado liberal concede a los ciudadanos están para un gran número de ellos vedados en su existencia económica y social. La democracia política debe ser reorganizada en una democracia económica efectiva”.
Los partidos políticos cumplen, para Mounier, la función de articular el pluralismo ideológico de la sociedad, pero no los sacraliza. Entiende que también puede haber democracia sin partidos políticos y que éstos no son un producto natural de la sociedad. En la teoría personalista del poder, la democracia combina los elementos de la democracia política partitocrática con otros organismos encargados de articular una efectiva democracia social y económica, elevando al máximo nivel de la representación a los territorios y las entidades donde trascurre la vida profesional. Así mismo, en el pensamiento de Mounier no hay lugar para la dictadura personal o el caudillaje. El Poder Ejecutivo debe nacer de la voluntad de la ciudadanía, sin consentir tampoco las interferencias de la aritmética parlamentaria en su elección. Mounier rechaza la tiranía del número: «La soberanía popular no puede fundarse en la autoridad del número”.
No obstante Mounier desprecia el estatismo anulador de la personalidad humana. Mounier afirma: «El papel del Estado se limita, de una parte, a garantizar el estatuto fundamental de la persona; de otra, a no poner obstáculos a la libre concurrencia de las comunidades espirituales”. Comunidades espirituales como la familia, el lugar de trabajo, el lugar de residencia, que encuentran una de sus mejores culminaciones en la nación: “El sentido nacional es aún un poderoso auxiliar contra el egoísmo vital del individuo y de las familias, contra el dominio del Estado y el avasallamiento de los intereses económicos cosmopolitas”. Aunque también levanta la voz de alerta sobre los nacionalismos excluyentes y egoístas: «El nacionalismo se sirve del patriotismo como el capital se sirve del sentimiento natural de la propiedad personal”. En definitiva, se trata de sentar las bases de un Estado al servicio de una sociedad de hombres libres.

Y para ello, para alcanzar la liberación de la persona, Mounier entiende que desmontar el capitalismo es una tarea moral porque envilece al hombre hasta convertirlo en un esclavo del dinero, del tener, del consumir: «Un tipo de hombre absolutamente vacío de toda locura, de todo misterio, del sentido del ser y del sentido del amor. Cuando el individualismo y el capitalismo se presentan como defensores de la persona, de la iniciativa y de la libertad, mienten lo mismo que cuando se dicen defensores de la propiedad”.
Mounier apuesta por establecer una justicia social cimentada sobre valores espirituales, y advierte sobre las palabras engañosas del capitalismo: «El capitalismo ha denominado valores espirituales a las preciosidades derivadas de su código de moral burguesa y de las máscaras virtuosas de su desorden”. El capitalismo, por tanto, propicia una estructura social donde el desarrollo de las comunidades vitales se hace casi imposible. Por el contrario, una economía personalista descansa sobre las siguientes premisas: «Socialización sin estatización de los sectores económicos que mantienen la alienación económica; desarrollo de la vida sindical; promoción, contra el compromiso paternalista, de la persona obrera; primado del trabajo sobre el capital; primado de la responsabilidad personal sobre el aparato anónimo”. En la práctica, Mounier propone un sistema económico socializado donde la propiedad sindical y la propiedad familiar tengan un papel preponderante. Él habla de un nuevo socialismo frente al socialismo marxista. Podría ser vinculado con algunos tipos de autogestión o cooperativismo.
El personalismo comunitario propone una economía humanizada, seguramente menos competitiva que la economía capitalista, pero capaz de ofrecer un horizonte de realización para el ser humano. Mounier razona así el significado del bienestar ofrecido por las economías liberales: «La desaparición de la angustia primitiva, el acceso a mejores condiciones de vida, no traen consigo indefectiblemente la liberación del hombre, sino, más comúnmente quizás, su aburguesamiento y su degradación espiritual. El esquema personalista aplicado a la economía pretende configurar un nuevo paradigma donde la economía esté al servicio del hombre, y la producción se ajuste a lo que realmente la comunidad necesita sin consentir las bolsas de miseria pero también sin propiciar la parálisis espiritual de la opulencia. Se trata, en definitiva, de sustituir el ideal del enriquecimiento egoísta por el de la armonización del ser humano con los entornos que le son más próximos».
La revolución personalista tiene como único fin la liberación del hombre, justamente la teórica máxima del liberalismo que, sin embargo, en la práctica se ve frustrada por la deriva economicista de esta ideología que acaba convirtiendo el ideal del enriquecimiento material en el único fin. La revolución, la construcción de un orden nuevo ha de tener un claro sentido espiritual: «Nos afirmamos revolucionarios de dos maneras. Una primera vez porque la vida del espíritu es una conquista sobre nuestras perezas, porque a cada paso tenemos que reaccionar contra el sopor, el nuestro y también el del orden establecido”.
Mounier quiere reunir a todos los que tengan esta inquietud, creyentes y no creyentes, aunque él parte de una profunda vivencia cristiana: «Hoy no se puede ser totalmente cristiano sin ser un rebelde”. Sin embargo, cada vez se siente más alejado de los grupos confesionales y del tipo humano que a veces se acerca a estos caladeros: «Esos seres encorvados que avanzan por la vida únicamente al soslayo y con los ojos bajos, esas almas desgalichadas, esos pesadores de virtudes, esas víctimas dominicales, esos cobardones beatos, esos héroes linfáticos, esos nenes suaves, esas vírgenes tiernas, esos vasos de hastío, esos sacos de silogismos, esas sombras de sombras, ¿son la vanguardia de Daniel en marcha contra la bestia?”. Critica también a la llamada democracia cristiana: “A muchos demócratas cristianos les reprochamos precisamente el no haber buscado con suficiente grandeza la audaz tradición que les hubiese empujado a la vanguardia, en vez de paralizarlos en fluctuaciones moderadas hasta hacer de ellas el último y malsonante remolque de la reacción”. El cristianismo de Mounier es profundo y vivencial, y se cuida mucho de grabarlo con etiquetajes políticos.

Esprit
Y, como ya hemos adelantado, como herramienta de esa revolución pendiente crea la revista Esprit. Nace alrededor de un grupo de católicos que se reúnen en casa de Jacques Maritain, gran crítico del modernismo, y se crea tanto para denunciar de una forma sincera y reflexiva el desorden reinante como para defender y salvar a la persona vinculándola con tradiciones espirituales y revolucionarias; por ello, no intentará ser un órgano de investigación sino de compromiso y acción. En sus propias palabras será un grito de denuncia de toda forma alienante de la persona, un grito contra el engaño y la hipocresía, a fin de salvar al hombre desde abajo, porque entiende que en los trabajadores viven una tradición y unas virtudes que no han pervertido las costumbres burguesas y que llevan con ellos las mejores promesas de futuro. Nace para denunciar el fariseísmo como enfermedad que corroe a la cristiandad occidental, burguesa y moribunda. Les entristece que el catolicismo aparezca ante el mundo como solidarizado con el Poder. Y el día en que Esprit aparece en los quioscos y librerías francesas, Mounier dirige este ofrecimiento al Señor: “Quiero que estés de tal manera presente en esta obra, que te pido la hagas añicos si no es de tu agrado”.
En adelante todos los esfuerzos de Mounier girarán en torno a la revista. Todo lo sacrificará: su carrera universitaria, su dinero, su tiempo y su futuro. Y ello porque entiende que en aquellas letras impresas se buscará dar respuesta a la llamada angustiosa de los que sufren en la vida. “La revolución es nuestra exigencia espiritual profunda. Se impone realizar un nuevo renacimiento volviendo a la historia para encontrar en ella su sentido degenerado. La inquietud renacentista tuvo un período heroico de aventura y de conquista, pero no podía durar porque se apoyaba sobre una concepción mutilada de la persona humana. El individuo, seducido por sus conquistas, se olvidó de sus sueños heroicos. El héroe se dejó atrapar en sus propias riquezas conseguidas. El espíritu burgués iba carcomiendo las cumbres más altas. Ya se podía hablar de una moral, de una cultura y hasta de un cristianismo burgués. Y el cristiano debe esforzarse por realizar urgentemente la ruptura entre su mensaje religioso y los poderes del dinero, la ruptura entre el orden cristiano y el desorden establecido”. Esto es lo que escribe en el primer número porque sabe que lo importante en ese momento es comprometerse, no tener miedo. Es consciente de que ha elegido un camino de lucha para conseguir un conjunto de transformaciones profundas que abolen los males de una sociedad y de una nación en descomposición. Es consciente de que esta operación es radical y que no se hará sin resistencias violentas. Y es consciente de que en ninguna hipótesis esa transformación será realizada por una democracia parlamentaria charlatana de tipo liberal, sino que debe surgir, como ya hemos dicho, de una democracia real de estructuras firmes. No obstante, Esprit no quiere ser una revista política; su vocación es crear una toma de conciencia de la miseria humana y de la decadencia de un sistema de civilización; y, para ello, se impone la tarea de disociar lo espiritual de esa irrealidad a la que llaman “la derecha”. Como eco amplificador de la revista nace una organización llamada “Tercera Fuerza”; sin embargo, rápidamente se desvinculan, debido al acercamiento que ésta lleva a cabo a fuerzas marxistas.

La vida de la revista no es cómoda. Es atacada, como no podía ser de otra forma, desde la izquierda y la derecha, y también pierde colaboradores por ambos flancos. Pero los fieles continúan en el proyecto. La revista crece en influencia en el mundo obrero, como consecuencia de que se dirige a él sin paternalismos a la vez que denuncia la injusticia capitalista y de la Iglesia de los ricos. No obstante, Mounier no intenta hacer la crítica fácil a organizaciones de uno u otro signo. Él quiere elevar la lucha a una pelea del hombre consigo mismo, lucha contra el tener que intenta aprisionar al ser. El tener despersonaliza al hombre, lo maquiniza y, por lo mismo, lo deja en una soledad permanente. El tener asfixia al ser. Y por eso denuncia el escándalo intolerable de una sociedad que se llama cristiana y en la que –en palabras de Pablo VI– existen carencias materiales en los que están privados del mínimo vital y carencias morales en los que están mutilados por el egoísmo. “Cuando tantos pueblos tienen hambre, cuando tantos hombres viven sumergidos en la ignorancia, cuando aún quedan por construir tantas escuelas, hospitales, viviendas dignas de ese nombre, todo derroche público o privado, todo gasto de ostentación nacional o personal, toda carrera de armamentos se convierte en un escándalo intolerable… La hora de la acción ha sonado ya. La supervivencia de tantos niños inocentes, el acceso a una condición humana de tantas familias desgraciadas, el porvenir de la civilización está en juego”.
Mounier piensa, y así lo refleja en su revista, que, cuando no se puede elegir más que entre la cobardía o la violencia, hay que decidirse por la violencia. Porque sabe que un paso más en la acción personalista es la verdadera actitud revolucionaria. Rebeldía, en primer lugar, contra nosotros mismos, pero rebeldía también contra los mitos, las injusticias, las luchas de clase, los partidos políticos. Con todo, la revolución auténtica para él no es agitación ni el terrorismo: empieza en uno mismo y acaba en la sociedad. Y es consciente de que no serán los demócratas los que harán la revolución necesaria; la harán aquellos que se sientan en un estado de guerra espiritual bajo unos lazos comunes de búsqueda de la justicia: “¿Debe hacerse una revolución? Sí, porque constituye nuestra profunda exigencia espiritual. Preparémosla aunque el enfermo se resista. Porque nuestra obra no se habrá perdido aunque no se consiga el éxito porque quedará el testimonio. Nuestra acción no está dirigida esencialmente al éxito, sino al testimonio”.
Mounier fallece el 22 de marzo de 1950, poco antes de cumplir los 45 años, dejando una bien articulada estructura de pensamiento. La dirección de la revista es asumida por el crítico literario Albert Beguin y, después, por Jean-Marie Domenach. Progresivamente, al mismo tiempo que participa en diferentes intentos por dar nacimiento a una «nueva izquierda», la identidad personalista de la revista se va atenuando y cobra peso como punto de encuentro intelectual. Desde 1989 es dirigida por Olivier J. Mongin, aunque sin el mordiente, siendo ésta una opinión exclusivamente personal, original.
En definitiva, Mounier propone una doble revolución –interior y exterior– que coloque al hombre completo y en relación con los demás como eje del sistema, para lo que se apoyará en el concepto de comunidad, formada ésta por entes naturales como la familia, la asociación, el lugar de residencia o la nación. Es decir, propone un marco referencial. Y, a partir de aquí, tendrán que ser otros los que articulen políticamente esta alternativa.
CÉSAR GARCÍA DE LUJÁN