El coronavirus ha puesto de manifiesto no sólo la debilidad y fragilidad del cuerpo en una época en la que el hombre moderno aspira a la inmortalidad (en un intento vano y absurdo) o, cuanto menos, a una permanente juventud ridícula. Se vive de espaldas a la muerte porque se vive de espaldas a Dios. Se huye del dolor y del sufrimiento porque el placer ha calado tan hondo en el pensamiento actual que resulta aún más doloroso enfrentarse a ellos totalmente desarmados. La muerte y la enfermedad es una realidad inherente al ser humano desde la caída de Adán y Eva y quizá sea ésta una ocasión propicia para volver los ojos a nuestro Padre y acondicionar el alma.

Llevamos más de un mes privados de nuestra libertad deambulatoria y he tenido la ocasión de ver algún programa de televisión en compañía de mi familia. Me ha sido imposible no experimentar un rechazo absoluto, violento en algunas ocasiones, al contenido que estaban emitiendo. Casi veinte mil muertos por la enfermedad reconocidos oficialmente y las informaciones versan sobre vecinos aplaudiendo o acusándose, vídeos parvularios de adultos con canciones que sonrojarían de la vergüenza ajena al más inocente, testimonios de personas que enfatizan y gesticulan que todo saldrá bien o recomendaciones para hacer deporte en casa y hornear tu propio pan de pueblo. ¿Algún momento para el luto o el dolor? Desgraciadamente se evitan en esta ocasión, cuando en otros acontecimientos no han restado un ápice de morbo en el tratamiento de la información.
La televisión no es más que un espejo fidedigno y fidelísimo de la sociedad actual. Los medios de comunicación informan y los ciudadanos –maldigo este concepto- repiten sin replicar lo que ven. Nadie quiere quedarse atrás para evitar la acusación de desfasado, arcaizante, integrista u obsoleto. Nadie falta a la cita puntual del aplauso cada tarde con músicas estridentes y, en la mayoría de las ocasiones, con la canción famosa del Dúo Dinámico, cuyo mensaje merece otra reflexión sobre el individualismo. Nadie se resiste a compartir por las redes sociales –altavoz de la vanidad propia- su solidaridad, sus talentos y destrezas. En definitiva, nos hacemos cómplices del mensaje que machaconamente se repite en cada noticiario y que, en nuestra más íntima conciencia, rechazamos. Nos dejamos contagiar.
Como he señalado en líneas anteriores, viendo la televisión me nace el instinto de lanzarla por la ventana y estrellarla contra el suelo empedrado de la calle donde vivo. Con ella volarían las fatuidades, las banalidades, la transmisión rápida y contagiosa de las ideologías pestilentes, el canal de las perversiones del alma. Igual que se estrella la sociedad moderna, víctima de sus propios postulados cuyo portavoz es este electrodoméstico. Detrás de todo subyace la cultura de la inmediatez, la fugacidad y la imagen que impregna y embarra las relaciones personales; una cultura de supermercado, donde se pueden elegir los canales al gusto del consumidor para formar una programación idónea igual que se puede usar y tirar el trato personal con otro semejante.

Al fin y al cabo, y discúlpenme si vuelvo al primer párrafo, en este espectáculo televisivo y televisado está la huida del dolor y del sufrimiento para no afrontar los verdaderos problemas del hombre de hoy, tan necesitado y sediento de trascendencia que colma sus proyecciones en la primera propuesta sucedánea que le ofrecen desde la televisión o Internet para ahondar aún más en ese agujero infinito que nunca se llegará a llenar si no es con otro contenido de la misma naturaleza: el amor infinito de Dios. Es preciso, queridos amigos, para evitar que el alma se contagie de los virus invisibles del mundo, que aprovechemos este tiempo en atemperar el carácter, buscar buenas lecturas y, sobre todo, rezar.
Mucho debemos encomendarnos a Santa Clara de Asís, proclamada patrona de la televisión y de las telecomunicaciones por Su Santidad Pío XII en 1958. El papa señaló que «Este instrumento maravilloso —como todo el mundo sabe y nosotros mismos hemos dicho con claridad— puede ser la fuente de una gran riqueza, pero también de profundos problemas». Parece que no se equivocó mucho.
Paz y bien.
Beatriz Cobo Rossell
