«Enorgullécete de tu fracaso, porque sugiere lo limpio de tu empresa»
—Agustín García-Calvo.
Salto arriba, salto abajo, por ahí va la espantada. Y esta película va de eso, de una espantada intergeneracional ocurrida en Córdoba.
Empecemos. Hace unos días, escarbando por youtube, me encontré con videoclips de Yacentes, Tarik, Pabellón Psiquiátrico, Flow y Juan Carlos; grupos que, de algún modo, forman la banda sonora de los últimos cuarenta años de esta ciudad; como podían ser otros, vale. Pero esta vez los elijo yo.
Y tiré de las barbas a las notables memorias de Castilla del Pino (también a su no por manoseado espléndido artículo “Apresúrese a ver Córdoba” del 73, en la revista Triunfo; tan de antes, tan de ahora). Después, fui aún más atrás: surqué los caminos indescifrables del Conde de Vallellano, navegué por aeropuertos ideados por alguno de los Cruz-Conde menores en los ´50, corregí contradicciones conmigo mismo en los ´40 y, ¡arrea!, me encontré con otro Cruz-Conde, prócer monárquico este en los años 20.

He aquí que llego al derribo del “Hotel Suizo”; donde realmente empieza esta historia.
Fundado en 1870 por los hermanos Puzzini, de origen suizo, nuestros amigos hicieron fortuna construyendo hoteles allá donde llegara el ferrocarril a finales del XIX al modo de aquellos ganapanes arribistas de aquel inolvidable capítulo “Marge contra el monorraíl” de Los Simpson, y la lucha de esta puede que irreprochable ama de casa contra lo “políticamente razonable” impuesto.
El Suizo es derribado en 1923.
José Cruz-Conde, alcalde de 1924 a 1926, presidente de “Renovación Española” en Córdoba, monárquico alfonsino y culpable de una admirada modernización urbanística de la ciudad y de ser compinche de Calvo Sotelo. Esto se complica, lo sé.
Castilla del Pino llega a Córdoba a finales de los ´40.

Gaditano, brilla en Madrid, apartado y maltratado hasta que monta su dispensario en la ciudad. La lía: nuevos, altruistas y quizás erróneos conceptos de psicología, miembro del Partido, reprimido a su manera pero nombrado director por el Régimen de ese mismo dispensario de psiquiatría del Hospital de Córdoba y asiduo a paseos con sus colegas de “Cántico” hasta la madrugada por esa Córdoba anodina y bendita que solo unos agraciados como ellos podían escudriñar. Eso dicen.
Y sigo pensando que a este maniqueo, contradictorio, excelente y, de algún modo, fracasado intelectual (sic) es de esos tipos a los que hay que agradecer su paso por Córdoba. En sueños, todos hemos querido estar, aunque solo sea una vez, en una fiesta en su chalé de El Brillante.
Pasa el tiempo. Y rápido. Demasiado para que tantos hayan estado en tantos sitios y a la vez. Hablan los paisanos más pruritos de la ciudad que el “Varsovia” (inspirado en un tema de Bowie: qué le hacemos tío) fue algo así como la capilla de los excesos posmodernos bien justificados y vacíos. Ni idea. No lo conocí.
En cambio, yo sí fui al “Surfer”; tantas veces que me ruboriza tener el desparpajo de escribir sobre ello y no sentirme incómodo al mismo tiempo.
Algunos muchachos crecimos allí, a la orilla del río: reímos, perdimos el tiempo (ese aprendizaje insustituible y virtud al alcance de muy pocos; del místico San Juan de la Cruz y del surf pop de Waldorf Histeria, si acaso), condujimos vespinos demodés hasta su puerta y allí vimos un concierto de Los Planetas a las espaldas del Guadalquivir. Pero eso no es importante porque una de aquellas mañanas cerraron el Boston.
De algún modo, todo este trayecto tarambana ha sido para llegar hasta aquí. A Córdoba. Una ciudad de provincias como otra cualquiera. Pero no. De algún puñetero modo no lo es. Menospreciada por tirios y troyanos. Y los tirios fueron unas élites conservadoras soberbias, ingratas incluso consigo mismas, acomplejadas y que pocas veces supieron ejercer su valía y responsabilidad en los momentos históricos y sociales decisivos; unas clases medias, progresistas y lo contrario, qué más da, satisfechas de sí mismas mientras pagan un poco de Netflix a cambio de no dar demasiadas vueltas con la HBO (¿o era otro el último dilema posmoderno?) mientras, quizás, confunden nuestros suburbios con los de cualquier otra capital de provincias de una comunidad autónoma vecina, o con otra situada mucho más al Norte: los estándares calvinistas pagan nuestros PER, son más sofisticados e imprimen un carácter vacío y cosmopolita. Apúntese, señor. Lo mismo da. Demonios, cómprese una camisa hawaiana en el carrefour-la-sierra o unos shorts en Pañerías Modernas. Disimule, caramba.
Nosotros, sucedáneos de una inteligible barbarie, debemos purgar nuestros pecados. Oiga, que por algo son ustedes católicos, dirán.
Mientras, todo debería ser agradable: la ciudad, las avenidas y los centros sociales. Las calles peatonales, el alcantarillado, las petunias y las farolas de los ensanches de Poniente. El colegio de pago, el público y el Conservatorio recién estrenado. El casino de Torrequebrada a poco más de cien quilómetros, las cabezas quietas y el pensamiento dirigido hacia los lugares más comunes y, cierto es, amables y cómodos. Lo cortés no quita lo valiente. Todo y nada por hacer. Insatisfacción e incertidumbre. Que el último apague la luz al salir. Sevillano el último.
Y los troyanos. Una minoría aburrida, endogámica (quizá no haya culpables: ocuparon un lugar que nadie quiso y nadie les disputó) ,autocomplaciente, desubicada y pretenciosa – pocas veces divertida; los más listos de ellos lo saben- que sabe reírse de todo y de todos, menos de sí mismos. ¡Quiá!
Rechazarán categóricamente a Jardiel Poncela, a Neville, o al mejor “Zurdo” de La Mode; mezclarán el culo con las témporas al intentar dilucidar quiénes fueron Nieves Conde, el Coronel Blimp, Berlanga o la redacción de la editorial Bruguera. Siempre andan con el paso cambiado, joder.
Nunca leerán Días de Guardar de Carlos Pérez Merinero. Nadie. Se aburrirán con Haro Ibars –de refilón-, menospreciarán al Germán Areta de El Crack de Garci, a Limónov, a Rafael de Paula, a Carolina Durante, a García Casado, al Patuchas, a Góngora, a Luis Alberto de Cuenca, a Sr. Chinarro, a Ricardo Molina, a Houllebecq o a Michi Panero, sí, a ese. El catálogo de Manolo Garcés seguirá empolvado en la repisa de arriba del cuarto de estar cuando se levanten por la mañana. Ni si quiera se dieron la oportunidad de pasar de largo las columnas de Edi Clavo en el ABC. Se reirán de la boina de Baroja. Una y otra vez.
Miraban hacia el East End de Londres cuando derribaron aquella última boutique diseñada por De la Hoz .
Y, contradiciendo al bueno de Engels, casi creo que lo mejor será malmeter cualquier novela de P.K. Dick al sondear cómo demonios se organiza toda esta superestructura de provincias. El último periodismo bonzo, si me apuran.

Terminamos.
Es verano en Córdoba y por el balcón se cuela una canción de RAMONES; sí, juraría que es una de las suyas. Y solo puede que sea I don´t want to grow up. Diluye el sopor de esta hora de la siesta en la calle de San Fernando. Me gusta esa sensación de que sean otros quienes los hayan escogido, que otros hayan elegido por mí. Pero también sé que no siempre tendré esa maldita suerte.
Al fin y al cabo, nadie debería cometer el error de desdeñar cualquier nombre justo.
De eso iba todo esto.
ÁLVARO GARCÍA DE LUJÁN