
Hay textos que se escapan, y más cuando los autores de los mismos juegan al despiste. Sevilla 1801 es el titulo de la carta en la que José María Blanco y Crespo (Sevilla 1775-Liverpool 1841), posteriormente White, incluye una tremenda descripción de las Ermitas de Córdoba, y usamos ese adjetivo no por lo físico sino por lo subjetivo. La descripción de los paisajes, la forma de vida de los ermitaños y sus espacios están a la altura de un gran escritor y te trasladan perfectamente a los mismos aunque no los hayas visitado nunca; el problema viene cuando, en su justificación permanente, se distancia de entender esa opción de vida; su racionalidad cierra, desde el sufrimiento, la capacidad de poder superar o entender la opción de retirarse del mundo para dedicarse a Dios.
El texto que nos ocupa, Letter from Spain, aunque publicado en fascículos desde 1821, se publica completo en un solo volumen en 1822, doce años después de su llegada a Inglaterra, ya habiendo abandonado el sacerdocio católico, diez años después de haber ingresado en la iglesia anglicana y escribiendo siempre, como avanzado del anticlericalismo moderno, desde la angustia del abandono de sus creencias y sin entender ni admitir, como un gran peso en su alma, la vocación de sus dos hermanas monjas de clausura. En el texto de las Ermitas así lo manifiesta y, aun siendo breve, no deja de expresar sus dudas e incluso inventa un final para la historia del ermitaño al que hoy nos referimos, que, al ser pura entelequia, demostramos cuán alejado estaba en sus suposiciones de la verdad, sin duda, consecuencia de su pérdida de fe.

Las cartas están escritas desde la memoria, y, cuando toca Sevilla y titula 1801, se trata en realidad de sus recuerdos de años de juventud, que no tienen que estar tan estrictamente acotados. Blanco White nos decía: «Entre los ermitaños de Córdoba me encontré a un caballero que tres años antes había renunciado a su cargo de coronel de Artillería y, a lo que tal vez el más penoso para un español, a la cruz de una de las más antiguas órdenes de caballería». Pues bien, los datos del investigador Pedro Jesús Muñoz de Córdoba concluyen que se trataba del Hno. Antonio de la Consolación, coronel de Dragones de Villaviciosa, que estuvo en las Ermitas desde 1792 hasta su fallecimiento en 1817, donde era Hermano Mayor desde 1812. Ajustándonos al dato de los tres años a los que se refiere el autor, estaríamos hablando de que Blanco White visitó Las Ermitas en 1795 (contando éste con 20 años), lo que da aún más sentido a la frase “… con el entusiasmo de mi juventud felicité al ermitaño por poder disfrutar a diario de un paisaje tan grato para el espíritu…“. Pero, ¿a cuál de las ordenes de caballería se refiere cuando hace la somera descripción del Ermitaño? Sabemos que el Hno. Antonio de la Consolación era, antes de profesar, Rojas y Arreses, nacido en Antequera el 18 de julio de 1752; su padre, Alonso José de Rojas y Teruel, III Marques de la Peña de los Enamorados, Regidor Perpetuo, Alférez Mayor de Antequera y Maestrante de Granada; su madre, Isabel de Arrese Quesada Girón y Toledo, Marquesa de Villanueva del Castillo, Señora del Castillo de Cauche. Antonio fue paje del Rey Carlos III e ingresó de novicio en las Ermitas el 18 de Abril de 1792, profesando el día de Navidad de ese mismo año; pero, ¿y la orden de caballería? Aquí solo recurrimos a sabios, y es Enrique San Miguel quien nos da luz al respecto: dentro de las cuatro ordenes militares hispánicas por antonomasia están la de Calatrava, Santiago, Montesa y Alcántara, y nos documenta cómo la familia Rojas y Arreses estaba vinculada tanto a las órdenes de Santiago como a la de Calatrava. Por nuestra parte, entendemos que Antonio perteneció a esta última como lo hicieron sus hermanos, de los que destacamos a Jerónimo, IV Marques de la Peña de los Enamorados.

El personaje que nos ocupa, el Hno. Antonio de la Consolación, ingresa en las Ermitas con cuarenta años, con decisión firme. Viene circunstancialmente de familia de posibles y educación al más alto nivel; nada de esto ve Blanco White, o quizás los años transcurridos y sus renuncias le hacen moldear el texto, plasmando no lo que recuerda sino lo que toca escribir como agradaor ante su nuevo entorno: “… puede ser que este desgraciado, tras larga y penosa lucha, haya vuelto a vivir entre los hombres para ocultarse en un lugar apartado, llevando siempre consigo el reproche de apostasía de parte de los fanáticos y la burla de los juiciosos, con su porvenir en este mundo destruido para siempre y lleno de temor por el futuro. ¡Desgraciados de los incautos que se entregan pública mente al servicio de la religión con la idea de que podrán cambiar de vida si varían sus intenciones o si declina su fervor! (…)”. ¡Ay! Cuán equivocado estaba. Como comentamos, el Hno. Antonio murió en santidad, rodeado de sus hermanos, cuando era Hermano Mayor en el eremitorio del Desierto de Nuestra Señora de Belén. En los años que ocupó el cargo, actuó con diligencia y responsabilidad en la modificación de normas fundamentales para el mejor devenir de la vida en las Ermitas; escribió las normas que tenían que seguir los postulantes, los novicios, el capellán, los pobres, el hermano cocinero, en la salida a la póstula, todas publicadas en el libro de Muñoz de Córdoba Los Ermitaños de Córdoba 1911-1957; también ordenó las normas de los ermitaños que fueron a Pedrique. En fin, todo un personaje, caballero español, consecuente hasta el final.
Blanco White murió en Liverpool, acogido en la casa de su amigo William Rathbone. Lo último que escribió eran melancólicas seguidillas añorando su tierra.
Este es su texto sobre las Ermitas:
“Las estribaciones de Sierra Morena que separan Andalucía de la Mancha, al norte de Córdoba, se levantan abruptamente sólo a seis millas de esta ciudad. En las primeras colinas, el paisaje es extremadamente bello y multitud de arroyos que refrescan los valles, junto con la influencia del clima meridional, hacen que estos lugares se conviertan durante la primavera en espléndidos jardines naturales. La Naturaleza ha sembrado espontáneamente rosas y lirios de las especies más comunes en todos los espacios no cubiertos por arbustos y matorrales, que por esta razón vienen a formar una especie de setos agrestes y románticos. A medida que se sigue subiendo a los montes que se encuentran a derecha e izquierda el terreno se presenta áspero y quebrado, y el escaso suelo, quemado y pulverizado por el sol, no permite ninguna vegetación. En medio de estas asperezas se alza un monte pelado, de difícil acceso por cualquier parte, que cae abruptamente sobre la llanura. Su cima, de forma redonda, está rodeada por un muro de piedra que se levanta hasta la altura del pecho, y en el centro se puede ver una pequeña iglesia de piedra y unas veinte celdas de ladrillos irregularmente repartidas. Las dimensiones de estas chozas son las precisas para que quepa un lecho de tablas levantado a un pie del suelo y cubierto con una estera, un taburete para sentarse, una pequeña mesa de pino, sobre la que hay un crucifijo, un cráneo humano y algún que otro libro de devoción. La puerta es tan baja que hay que agacharse para atravesarla, y el conjunto está ingeniosamente pensado para excluir toda comodidad. Como a los ermitaños les está vedado visitarse conversar y como las celdas están separadas unas de otras, sobre la puerta de cada una de ellas hay una campanilla para que puedan pedir socorro en caso de enfermedad o peligro. Los ermitaños se reúnen en la capilla todas las mañanas para oír misa y recibir la comunión de manos de un sacerdote secular, porque ninguno de ellos puede recibir las órdenes sagradas. Después de misa se retiran a sus celdas, y allí pasan el día leyendo, meditando, trenzando esteras, haciendo pequeñas cruces de retama que la gente usa como preservativo contra la erisipela y fabricando instrumentos de penitencia, como disciplinas y cilicios —una especie de brazaletes de alambre, interiormente erizados de pinchos, que los devotos se ponen junto a la piel—. La comida, que consiste en legumbres y verduras, se distribuye una vez al día y los ermitaños la toman cuando les viene bien. Estos hombres son, por lo general, labriegos que, llenos de terror religioso, adoptan esta extraña forma de vida para escapar así de las penas eternas.
Pero la dureza de su nueva profesión suele ser menor que la de su anterior forma de vida y encuentran amplia compensación a su falta de libertad en la seguridad de disponer de comida y vestido sin trabajar, Io mismo que en el secreto orgullo de vivir una vida de santidad y en el consiguiente respeto de la gente,
Hasta este punto estos ermitaños provocan más aversión que lástima. Pero cuando, alienados por la superstición, hombres de más alto rango y más delicados sentimientos suben a estas soledades para encontrar refugio contra los terrores del espíritu, no puede menos de sentirse una verdadera tristeza. Entre los ermitaños de Córdoba me encontré a un caballero que tres años antes había renunciado a su cargo de coronel de Artillería y, a lo que tal vez el más penoso para un español, a la cruz de una de las más antiguas órdenes de caballería. Durante nuestra visita se unió a nosotros, mostrando más placer en la conversación que el que suele acompañar a esa alta fiebre de fervor sin la cual su actual estado de vida tenía que ser peor que la misma muerte. Estábamos junto al borde de la leña y teníamos a nuestros pies la extensa vega de la Baja Andalucía, regada por el Guadalquivir, la antigua ciudad de Córdoba con su magnífica Catedral al frente y, a -lo lejos, hacia la izquierda, las montañas de Jaén, que se levantaban majestuosamente. El panorama me resultaba tan grandioso e impresionante que con el entusiasmo de mi juventud felicité al ermitaño por poder disfrutar a diario de un paisaje tan grato para el espíritu y tan propicio para la contemplación; pero él me contesto con abatimiento – ¡Ay! ¡Hace tres años que lo estoy viendo todos los días!- Como los ermitaños no están atados por votos perpetuos, puede ser que este desgraciado, tras larga y penosa lucha, haya vuelto a vivir entre los hombres para ocultarse en un lugar apartado, llevando siempre consigo el reproche de apostasía de parte de los fanáticos y la burla de los juiciosos, con su porvenir en este mundo destruido para siempre y lleno de temor por el futuro. ¡Desgraciados de los incautos que se entregan pública mente al servicio de la religión con la idea de que podrán cambiar de vida si varían sus intenciones o si declina su fervor! Los pocos establecimientos de esta clase en los que los votos solemnes no acaban para siempre con las esperanzas de libertad están llenos de caminos que de buena gana romperían las invisibles cadenas que los atan, pero que no pueden hacerlo. La Iglesia y sus jefes son extremadamente celosos de estas defecciones, y, como son muy pocos o ninguno los que se atreven a levantar el velo del santuario, la rectificación es casi imposible para los que allí están. Pero de esto hablaré en mi próxima carta”.
JUANMA FERNÁNDEZ DELGADO