«El vino de la abuela». Crónica de un retorno a la tierra

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El verano y lo cálido son esperados fervorosamente por aquellos que disfrutan el deleite de un presente empachoso para los que no comprendemos casi nada. Por eso, por llevar la contraria y porque nos anima negar lo común, preferimos el frío de los cielos encapotados; este clima nos regala la esperanza de que, al menos, el tiempo está con nosotros, porque se alegra la tierra al sentir las primeras gotas de una lluvia al comienzo sucia y luego tan limpia como nuestras sonrisas al ver finalizado el verano. Era el primer fin de semana de otoño y nuestra ilusión se levantaba mientras caían las primeras hojas, recordándonos —con su final— el principio de lo bello.

En casa de mis padres, un letrero preside desde siempre la sala de estar, como susurrando «El hogar está donde el corazón». Tiene razón. En Hinojosa del Duque, un blanco pueblo de la Castilla del sur, siempre nos esperan almas cuya nobleza obliga. Cada visita es celebrada como retorno a casa del reincidente hijo pródigo que, una y otra vez, vuelve a equivocarse, en la versión moderna de arrancar el coche para, después de los abrazos, empecinarnos en tomar el camino indicado por un letrero que te dirige a la ciudad. Pero aún no nos habíamos ido y, mientras permanecemos, nos gusta admirar cómo la naturaleza se abre paso sobre el racionalismo igualitario en la figura del jefe. Fuera del mundo profesional, marcado inequívocamente por la degeneración liberal, existe el derecho natural inherente al hombre, y es por eso que entre la masa surgen líderes en cuyo ejemplo de honor, constancia y servicio todos queremos vernos humildemente reflejados. En este pueblo tenemos un jefe y esa jornada —nos dijo— tocaba hacer vino.

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Nos rodeaba un patio con la decoración auténtica de plantas cuidadas a diario. Era la casa de su abuela y por supuesto fue ella quien, dejando para después unas deliciosas migas que andaba preparando, marcó el ritmo de cómo arrancar al remojo cada uva. El nieto hacía reír a la madre de su madre recordándonos el verdadero sentido de la familia. Entre los frescos racimos asomaban sus cabezas los amigos del primo chico, porque, aunque ya sabían latín, todo querían descubrirlo; sin mancharse las manos, formaban parte de aquel ritual hablando de las niñas mas guapas del pueblo y de la injusticia vital de verlas creerse mujeres demasiado deprisa. Ellos ya eran hombrecitos con miradas de niño, en ese momento clave para decidir el camino de ser rebeldes o sumisos a la norma relativista imperante.  Al acercarse las 19:00, con una alegría parca y castellana, corrieron a misa con los suyos, apeteciera mas o menos, afirmando públicamente -en su decisión- que existe una Verdad, como solo tenemos un cielo y una vida.

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Nosotros, los mayores, seguimos escuchando a la abuela contar historias de su infancia y de cómo se vivía con un hipotético «menos» que lo era todo. Cuando la abuela callaba, escuchábamos la responsabilidad de algo mucho mas importante; algo mas pesado que la fuerza utilizada para prensar y, sobre todo, algo que refinaba nuestra conciencia más que el colador filtraba las uvas. Ella era nuestra guía. Había permanecido libre. Su día a día, tan fiel a lo de siempre como opuesto a las imposiciones extranjeras, cambiaba más el mundo que todo el fervoroso activismo que pudiésemos haber realizado desde la más tierna adolescencia, cuando —como los amigos del primo chico— vimos muy pronto a las compañeras de clase hacerse mujeres y, por no quedarnos atrás, tuvimos que dejar de ser niños. Al menos nosotros lo hicimos para abrazar una idea de hombres. O quizá aún andamos intentándolo. En cualquier caso, no me arrepiento de nada. Este noviembre, en la matanza, probaremos el vino. Brindaremos con la abuela.

JUANMA

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