“En los huesos”, por Rocío Burgos

Podríamos dejar escapar el aire de nuestros pulmones, vulnerables y frágiles, casi expuestos a la voracidad del frío que entumece cada articulación de las manos que huyen del secuestro, mientras ataca con fuerza las mejillas que se sonrojan ante el hielo descarado. Podríamos exhalar un suspiro congelado en la sorpresa del momento, pues la calidez del vaho derretiría el glaciar de los obtusos seres que solo caminan en línea recta contra todo, contra todos. Podríamos recoger los cristales que se precipitan de los tejados cuando el agua, caprichosa, se convierte en afilados cuchillos que buscan su víctima o el suicidio más inesperado, entre charcos y lana que susurra contra el viento.

Invierno, o al menos la promesa de su venida. Así, entre la nieve de los viandantes que caminan con prisa, la muchedumbre que se agolpa contra escaparates vende su vida. Quizás, su alma. Cajas, paquetes, adornos, regalos, luces. Me atrevería a decir que son, más bien, las sombras de esa Navidad que ha perdido su significado original pero, sin embargo, aún sería quedarse corto ante la catástrofe de ese capitalismo embrutecedor y agresivo que insta a la sangre a derramarse, al plástico de tarjetas de crédito a consumirse, al amor a ser compensado con bienes tan materiales como mundanos.

Quevedo, Fuencarral, Gran Vía, Sol. Piensa en la multitud. Observa miles de cabezas en la misma dirección, sin pensamiento propio y vida real. Tan solo la desidia que se muere en la puerta de Doña Manolita, como si la lotería pudiera superar los sueños que han levantado las mentes más perseverantes y fuertes, como si el dinero pudiera comprar todo, como si ganarlo fuera a arreglar la injusticia o el desequilibrio que se contempla en cada esquina.

Un portal, mendigo. Un cajero, mendigo. Una esquina techada, mendigo. Una boca de metro vacía en mitad de la noche, mendigo. Mendigo de noche y de día las migajas de comprensión y realidad que, a día de hoy, pueden tener estos seres humanos errantes que viven la gran ciudad dentro de sí, sin importar siquiera el oxígeno que respira, la miseria que hay a su alrededor, la lucha de aquellos que se encuentran caminando sobre la cuerda floja. Los mendigos no son seres humanos, ni tan siquiera errantes. Esto es ironía, de la más hiriente y fría, pues apenas sí llegan a la categoría de estatuas sombrías, colchones de piel sobre el suelo, bancos sobre los que sentarte a esperar sin mirar y analizar la aspereza de esa pesadilla que las grandes calles tienen.

No sé qué pensar, no sé qué vivir. Prefiero la realidad que me enfurece a la ficción de esos anuncios publicitarios que se alzan amenazantes sobre las marquesinas del autobús, así como en fachadas de edificios y panfletos de tres al cuarto en el buzón. Mientras, hagamos cola. Hagamos cola para conceder el último capricho a la niña maleducada de turno que no sabe el valor del dinero, así como conseguirlo. Hagamos cola para ir al matadero, pues el caso es hacer cola, ¿no? Hagamos cola para no observar más allá de nuestras narices mientras se difumina el cuadro que no nos interesa contemplar entre los billetes descoloridos que acabamos de soltar sobre el mostrador. Hagamos cola para no cambiar, para no exigir verdad, para dejarnos llevar.

Hay muros infranqueables, hay aire tan contaminado que inunda los pulmones haciéndoles aullar de muerte en vida. Hay esperanzas rotas, hay ríos que se llevan sueños corriente abajo. Pero también hay impulso. Precisamente, ese impulso aún late en los que miran viendo, frente a los que miran sin ver. Esa concepción fuera de la burbuja que refleja, entre resentimiento y verdad, los crueles avatares de seres que se han quedado en los huesos, desnudos ante la multitud desangelada.

Rocío Burgos

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