‘La cinematografía de Kahlenberg’

En la producción de largometrajes bélicos que la industria de Hollywood viene desarrollando desde hace décadas, suele acontecer que episodios de refriegas y batallas se den a lo largo de la obra. De tal manera, la nota común al cine bélico es el cara a cara entre el Bien y el Mal, la destrucción mutua de antagonistas que empiezan a consumirse y que, normalmente, se traduce en que la balanza del choque de fuerzas suele inclinarse dramáticamente del lado del mal conforme se desarrolla la contienda. Es entonces cuando surge la épica, se obra el milagro que acostumbra a hacer que “los buenos ganen”.

De esta manera, se reflejan en la gran pantalla el desánimo y el abatimiento que de la carencia de esperanza pueda manar y solo queda un camino: coraje y resistir, sea esperando el milagro o sin esperarlo. Resistir hasta desfallecer en la arena del feudo. Y en ese punto en el que la tentación de la rendición asoma, aquellos instantes en los que el Bien empieza a bajar los brazos tras la fatiga de una lucha desproporcionada; el milagro cinematográfico se da y surge de la nada el amigo que había ido a buscar refuerzos, los aliados que tras jornadas de largo viaje auxilian al Bien, los olvidados que reaparecen para limpiar de la faz terrestre las hordas de indeseables que por un segundo hicieron al hombre titubear de si realmente estaban en el bando correcto.

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Carga de los Rohirrim en los campos del Pelennor (El Señor de los anillos: El Retorno del Rey)

A nivel particular, he de reconocerme fiel seguidor de Tolkien, cuya obra me tiene embelesado casi diecisiete años después de tomar contacto con ella. Precisamente es el autor inglés un referente literario a la hora de plasmar con su estilográfica el conflicto eterno entre estas dos facciones que desde el Génesis nos son reveladas. A lo largo de su obra, son decenas los personajes que se suceden y son tantas las situaciones en las que sale a relucir esta ardua batalla entre huestes benévolas y hordas retorcidas que solo un hombre cegado por su sectarismo o simpleza no podría entrever esta disyuntiva que siempre irá ligada a la mismísima naturaleza humana. Del autor británico, la adaptación cinematográfica que mayor éxito tuvo y que cambió para siempre la industria del cine por un conjunto de atributos difícilmente descriptibles fue El Señor de los Anillos. El filme no deja de ser una joya de gusto exquisito en todas las facetas que se puedan contemplar, desde la melódica banda sonora que con leer estas líneas el lector ya puede evocar hasta el despliegue de medios para reflejar la magnificencia de algo tan universal como la lucha del hombre por hacer el bien, la pelea del católico ante las acechanzas del mismísimo demonio. Jamás habrá un contenido más universal en cualquier otra película que el de la eterna disyuntiva trascendental del ser humano, el binomio existencialista que el relativismo trata de eliminar al reducirlo al simplón y aislante subjetivismo del individuo. Es decir, reducir los conflictos antropológicos al sesgo de nuestra corta visión, renunciando al discernimiento, abandonando la metafísica, el ser de las cosas.

Habiendo tocado el trasfondo filosófico, conviene entrar a recordar las escenas que, desde la butaca de espectador, hace que se nos ponga la piel de gallina a la par que experimentamos el júbilo de perseverar en la esperanza. Hago referencia, tanto en Las dos torres como, aunque en menor medida, en El retorno del rey; a aquel momento culmen de la batalla en la que las hordas de orcos, criaturas malditas, están a punto de doblegar a los hombres. Y, de repente, un cuerno resuena por encima de alaridos y gritos enfurecidos para anunciar la llegada de cientos (si no miles) de caballeros con la luz del alba, la luz del mañana. Y éstos, embravecidos y en tropel, cargan con ira divina para romper las líneas del mal y dispersar tanta inmundicia malévola. Esta escena es la prototípica carga de caballería que es capaz de tirar abajo un ejército entero. Es un recurso frecuente en el cine bélico, pero ¿acaso tiene origen o razón de ser histórica? ¿De dónde nace la idea de bravas cargas para finalizar batallas tornadas en espantosas pesadillas?

Remontando en la historia, peinando las turbulentas décadas tras la herejía luterana, en pleno reinado del Rey Sol aconteció en la vertiente oriental de Europa el precedente que sería recordado e inspiraría a Hollywood para la cinematografía bélica. Este episodio no es otro que la batalla de Kahlenberg.

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HÚSARES POLACOS, DE PRZEMEK NAWROCKI

Durante el verano de 1683, el Imperio Otomano acometió su segundo asedio sobre la ciudad de Viena. Para tamaña empresa, el gran visir Kara Mustafá había reunido un ejército de unas dimensiones no vistas desde los días de las Cruzadas, los tiempos de Saladino. De tal manera, casi 300.000 efectivos hostigaron durante dos meses la ciudad austríaca. Debido a los conflictos que Europa sufría dentro de sí, nadie respondió al llamado de socorro que lanzaron los vieneses. Por un lado, España estaba inmersa combatiendo en centro Europa las luchas desencadenadas tras la reforma luterana, apoyando solo a los austríacos por vías financieras. Por otro lado, Luis XIV de Francia había conspirado a favor de los turcos debido a los intereses estratégicos que ansiaba para su reino.

Con un panorama semejante, la moral de las defensas se tambaleaba por dos motivos: el primero era el cansancio de soportar durante tantos días las acometidas musulmanas; y el segundo era el hecho de verse la ciudad completamente abandonada a su suerte. Y entonces, como más tarde emulará reiteradamente Hollywood, un rayo de esperanza ilumina un campo oscuro lleno de enemigos.

Polonia y Lituania, conscientes de la desgracia vienesa, se reunieron para formar una Mancomunidad en representación de la Liga Santa. Además, en el camino unieron también a sus filas soldados procedentes del Sacro Imperio Romano Germánico. El ejército cristiano sería encabezado por el rey polaco Juan III Sobieski junto a toda su fuerza de caballería, de cerca de 20.000 jinetes. El monarca, tal como hiciera Theoden en El retorno del rey, arengó a sus caballeros y formó junto a ellos para envestir al enemigo.

Desde la colina de Kahlenberg, el 11 de septiembre de 1683, la esperanza llegó a Viena con el amanecer de un nuevo día. Junto a la luz del sol aparecían en punta de lanza la caballería mancomunada, liderada por Juan III Sobieski y los 3.000 jinetes alados húsares, cuya leyenda torna cada vez más en mito. La sorpresa provocada en los otomanos se tradujo en que ni la élite de sus tropas, los jenízaros, tuvieran capacidad de reacción ante la embravecida acometida que aquella mañana se vivió. El pánico cundió entre las tropas turcas y el mayor ejército musulmán de los últimos quinientos años desapareció pavorosamente, infligiendo la mayor derrota que Turquía jamás haya experimentado.

Como consecuencia de la batalla, el avance territorial del Imperio Otomano se frenó en seco y, desde entonces, comenzó a ceder terreno y recogerse entorno a las inmediaciones del Bósforo. De hecho, fue tal la humillación recibida por parte de los derrotados que ajusticiaron al gran visir Kara Mustafá, siendo ahorcado por los mismos jenízaros que otrora comandara.

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Jan III Sobieski envía el mensaje de la victoria al Papa Inocencio XI (Jan Matejko)

Tal fue el hito que se recuerda cada vez más como leyenda, sobreviviendo al olvido e imponiéndose al paso de los tiempos. De las crónicas de aquella jornada bebieron productores y de las ensoñaciones que tal historia levantaba en sus lectores nació esa aurea entorno a la caballería en Hollywood. La confrontación del Bien contra el Mal ya es de per se un aliciente para despertar curiosidad, pero si se le brinda del misticismo y esteticismo que la épica confiere podemos lograr escenas que quedan grabadas en la memoria, igual que en el pasado obtuvimos jornadas que grabaron la historia de las naciones.

Por último, como curiosidad histórica respecto a la batalla de Kahlenberg, cuando ésta finalizó, Juan III Sobieski recordó la frase de Julio César para explicarle al senado la Batalla de Zela. Pero, en lugar de reproducirla por completo, la mejoró : “Veni, vidi, Deus vicit”.

RICARDO MARTÍN DE ALMAGRO GARZÁS

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