Las perspectivas no eran del todo malas al llegar a Holanda, diría yo. Ni para el Madrid aquella noche de 1988, ni para este tipo que ahora les escribe.

Uno sale aquí afuera para conocer mundo –aunque eso siempre sea algo cursi, por excesivo–, para trabajar como cartero en bicicleta en postNL o para comportarse como un disoluto una noche al mes en el coffee shop del barrio de Groenewoud. También puede que uno salga fuera para dejar pasar primero a señoras de elegante hiyab en la cola del cajero del “Albert Heijn” con una botella de Sherry Medium Dry en la mano, o para intentar ser algo parecido a un disfuncional padre de familia. Las variables, eso es cierto, esta vez no son infinitas.
Puede, tal vez, que uno saliera por aquí afuera para constatar de nuevo que la verdad está lejos de aquí, tan al norte, o incluso –no lo recomiendo-, para creerse un tipo razonablemente multicultural y progresista, prototipo de telefilm alemán de sobremesa de una tele que no refleja absolutamente nada, por mucho que mi antigua asesora fiscal se empeñe. Llevando Vans o babuchas por la calle, según las circunstancias lo requieran. Estás dentro, dijeron. Por fin. Ya era hora, tío. Enhorabuena. Estás en el ajo.
Yo aún era un niño la noche en que Hugo Sánchez falló aquella chilena que Hans Van Breukelen paró. Y eso no estaba escrito en ningún sitio; menos aún en el Philips Stadion de Eindhoven. Una parada con guantes de portero desafió al destino aquella noche fría de abril. De nuevo, alguien partió en dos el nudo gordiano.
Partido de vuelta de la eliminatoria de semifinales de la Copa de Europa de 1988: la Copa, generacional, predestinada al Madrid, después de tantos años. ¿Cómo demonios no iba a entrar aquella pelota? ¿Qué Dios impidió que ese balón Adidas Tango chutado por un mejicano rompiera aquella red de portería de un equipo de fútbol holandés pagado a base de bombillas y televisores?
Se enfrentaron el PSV –Philips Sport Vereniging– y el Real Madrid de Ramón Mendoza.
Era su Copa de Europa, anhelada después de tantos años, la de la “Quinta del Buitre”. Había llegado el momento. Daba igual que no fuera la final; las campanas de las iglesias del barrio de Chamartín doblaban a victoria y en España gobernaba Felipe González. Los ultrassur suplicaban un nuevo Saqueo de Amberes.
Guus Hiddink y Leo Beenhakker, dos holandeses, comandaban los banquillos de ambos equipos. El destino, por absurdo que pareciera, los juntó aquella noche en Eindhoven; quizás el centro del Mundo por una vez.
Nada tenía por qué salir mal. El Madrid había eliminado a todos los favoritos, incluido el Nápoles de Maradona, y en eso pensaba Miguel Porlán “Chendo” cuando en uno de sus arrebatos –nunca se supo si gimnásticos– embarcó una pelota en el área del PSV que acabaría en córner. Tendillo siempre anduvo por allí, a lo suyo.
Antes de topar y caer de bruces contra la ética calvinista del trabajo, Rafael Gordillo recorrió para nada aquella banda del estadio de Eindhoven decenas de veces aquella noche del 88, y, si alguien le preguntara, contestaría que un católico como él –como cualquiera de nosotros– no pudo más que ir a echar un vistazo e irse. Tranquilo, Gordillo, le hubiera dicho el filósofo Gustavo Bueno: Europa es el problema, no tú.
Hugo Sánchez falló aquella chilena a pase de Míchel y el Madrid nunca pasó a la final de una Copa de Europa que siempre hubiese ganado. Fue una derrota que asombró y desconcertó a una generación. Quizás a varias. Eindhoven, si se parara a pensarlo, sabría que desde entonces no ha vuelto a ser la misma. Y eso, aquí, es mucho.
Ahora que me alejo de estas tierras neerlandesas, permítanme llevar la contraria –solo porque alguien tiene que hacerlo– y reconocer que no he hecho gran cosa. Es verdad, pero no del todo.
Hay cosas que sí he hecho. He escrito artículos para un periódico, he guisado lentejas en fogones protestantes, he montado en bicicleta sobre la nieve, he sido falangista a tiempo parcial, marxista antiposmoderno al atardecer y también, quizás, conservador en las duras noches de invierno. Materialista filosófico lo he sido a la hora del almuerzo, justo después del aperitivo.
He estado en el estadio del PSV, he sido abstemio –a ratos–, he probado la crema de cacahuete y he visitado cementerios con césped.
Una vez estuve en Breda y en una ocasión me preguntaron por Butragueño recién salía de comprar un desconcertante ramo de tulipanes.

Desde hace unas semanas salgo al jardín de esta casa con la pala a limpiar la puñetera nieve. Aprovecho para liar tabaco, casi a escondidas. Son las nuevas costumbres. Las nuevas leyes. Las nuevas censuras.
Dicen que aquella generación de futbolistas merengues fumaba tabaco americano en los vestuarios, durante el descanso de los partidos. Algo más inocente que una pequeña fiesta ya de mañana en una habitación de hotel de tres estrellas. No seré yo quien los juzgue. Yo no.
No soy Hugo Sánchez, de acuerdo, pero sí lo más parecido que hayan visto por Eindhoven desde el 88.
Lo más parecido a un antihéroe ejemplarmente vestido con pantalón de pana.
ÁLVARO GARCÍA DE LUJÁN