Dos pulsaciones transcendentales en tu vida y en mi vida. ¿Existen acaso otros términos más adecuados que signifiquen estas realidades irresistibles, irreemplazables, categóricas y definitivas en la existencia humana?
La lira del poeta pulsa siempre, antes o después, una de esas dos cuerdas. O forma con ambas un dúo de sentimientos, de reminiscencias, de temores obtusos o de esperanzas incandescentes. ¡El poeta! Siempre el poeta. Y no sé si encuentra en su corazón, en el fondo de cualquiera de sus latidos, alguna otra resonancia. La realidad es que, con palabras o sin ellas, a flor de piel o allá en lo hondo, muy hondo, todos somos poetas. No hace falta que me lo digas o que te lo diga. A plena conciencia o en el subterráneo de ella, vibramos todos ante esos enigmas, ante esos misterios que nos aturden o que nos embriagan y nos fascinan. En definitiva, o te desesperas o caes de rodillas.

Para un católico, este binomio muerte-amor se muestra grávido y turgescente hasta explotar, como un volcán fantástico, en miríadas de misterios infinitamente más allá del espacio y del tiempo. Porque es un binomio que se concentra hasta su máxima plenitud en la persona y en la naturaleza dual de Jesucristo. No sé si en la literatura universal podrán encontrarse pensamientos más profundos, sentimientos más incandescentes y expresiones más alucinantes que las que acerca del amor y la muerte contienen los Salmos, el Cantar de los Cantares, las Cartas de San Pablo o el Evangelio de San Juan. La muerte como suprema entrega de amor; el amor que va hasta la muerte y aún hasta más allá de la muerte. Parecen como dos misterios que irremediablemente se funden una misma llama sempiterna. El amor precede siempre y todo termina siempre en el amor. Pero la muerte lo sella ad eternum.
Hemos cerrado hace unos días noviembre, mes del recuerdo y de la oración por las ánimas que ya abandonaron nuestro mundo tangible y perecedero. Almas que se fueron amando a sus semejantes y que, tras la batalla librada en la dimensión material, han partido en búsqueda de la morada celestial, ya liberadas de la cárcel que es la carne. Entramos ahora de lleno en el tiempo esperanzador del adventus Redemptoris (Adviento), período preparatorio de la venida de Dios hecho hombre. Sólo el inmenso e inconmensurable amor de Dios hacia nosotros explica que haya enviado a su Hijo único, para librarnos de la tiranía y del poder del maligno, invitarnos al cielo e introducirnos en lo más profundo de los misterios de su reino; manifestarnos la verdad y enriquecernos con los tesoros de su gracia.
Que en este tiempo sepamos discernir lo esencial de lo vacuo. Busquemos resguardo del bombardeo consumista y repelamos la ofensiva laicista recuperando las sanas tradiciones en su mejor versión: la sencilla, pero sincera y fervorosa. Prescindamos de la opulencia y de las pompas vacías que la publicidad nos ofrece, así como de los excesos que las actuales costumbres propician. En vez de eso, seamos capaces de cultivar nuestro interior y de no faltar a la caridad con el que está próximo, que es lo mismo que el amor. ¿Cómo? Con oración, penitencia y entrega desinteresada.
Una vez más y por siempre, de la muerte al amor.
Miguel Calvo