Es 1978 en un país que vive una transición al sistema democrático. Al frente, un político con una difícil tarea: institucionalizar la democracia con el consenso de todos. Algo imposible, lógicamente.

La solución ante el complejo problema no fue otra sino obviar la existencia del mismo y pasar por encima sus posibles consecuencias, ésas que, en nuestros días, sólo estamos empezando a pagar. Dicho de forma coloquial: quiso hacerse contentando a todo el mundo, y resultó de aquella manera. De cara la opinión pública, el relato se presentaba muy sencillo: los padres de la Constitución se han puesto fraternalmente de acuerdo para fundar el País de la Piruleta. Muy española la solución, sin duda. Pero, ¿cómo llevarlo a la práctica? Con un texto redactado con una fría y calculada ambigüedad (en esto si se pusieron de acuerdo) mediante el cual satisfacer a todas las fuerzas políticas y permitir a aquel que gobierne hacer lo que le dé la gana. Total, esto solo conllevaba una subida de los impuestos y el incremento de la deuda pública.
¿Cómo hacer, entonces, que los españoles aprobasen el harakiri nacional? Pues, naturalmente, introduciendo la palabra mágica al comienzo del texto, que sería lo único que leerían al ir a votar: “democracia”.
¿El resultado?
Un país con dos administraciones en paralelo; de un lado, la de un Estado centralista desconcentrado, con su Congreso, su Senado, sus diputaciones, sus ministerios, subdelegaciones de los mismos, sus delegaciones de Gobierno, subdelegaciones del mismo (51, concretamente) y su administración local, siendo sus partidarios y férreos defensores los conservadores, que no firmarían nada si aquélla no se incluía; de otro lado, la propia de un Estado federal, las autonomías, con sus consejerías, delegaciones, etc., sin importar la duplicidad de competencias o los 160 mil millones que le cuestan al año a todos los curritos de este país (es que, si no, Pujol y los socialistas tampoco firmaban).
Tenemos una Constitución en la que en el mismo párrafo se reconoce el derecho a la “iniciativa privada” y se reserva al Estado la capacidad de expropiar por causas de “interés general” o “bien común”, concepto amplísimo en el que puede encuadrarse lo que te venga en gana (es que, si no, Carrillo no firmaba). Tenemos una Constitución que viene a emular básicamente a Luis XVI con aquello de que “el Estado soy yo” cuando, textualmente, da potestad al Presidente para nombrar a jueces y fiscales que le obedezcan fielmente para que se cumpla su voluntad (quizás se pusieran en esto de acuerdo). Y, para rematar el panorama, el hierro de la monarquía francesa en el escudo nacional (para que firmasen los que faltaban, Fraga y el Borbón).
En definitiva, tuvieron la habilidad de coger lo peor de cada casa y, resumiendo consecuencias, se ha pasado en ni cuarenta años de democracia de un 7% a un 100% de deuda pública y de un 2% a un 25% de paro; la presión fiscal ha subido un 30% (o eso dicen) y, en 10 años, no vamos a poder pagar las pensiones.
La Constitución es un texto barato, y, como todo lo barato, sale caro.
CARLOS