“Perdónanos, Cataluña, porque no hemos sabido defenderte”

“Es el vértigo de la discordia, la locura civil, el apetito recíproco del exterminio. Bajo el signo maldito de tal época, cada español busca ser independiente y enemigo de su vecino: sólo se unen unos con otros por el placer miserable de ir contra alguien de la misma Patria. […] Podemos gloriarnos de ofrecer a todo el que nos mire el espectáculo de un país ávido de descomponerse” (Redondo, O. (16/I/1933). El mito sagrado de la Unidad. Libertad, pp-pp).

1-octubre

Recordaré el día de hoy, primero de octubre de 2017, como uno de los más funestos de mi vida. El motivo no es la muerte de un ser querido o la pérdida de un amor —acaso, todo ello, en el sentido puramente literal—, sino la revelación de un hecho que ha dejado al descubierto mi incapacidad manifiesta para ser fiel a lo que un día dije defender, un mal que hago extensible a varios de los que puedo llamar correligionarios (pues, me consta, han dado a parar a las mismas aguas que yo) y por el que paso a ejercer ahora una sincera disculpa. Curioso es, no obstante, que ésta se dé en un tiempo en el que los mandatarios proclaman, sin pudor,

que «mantener principios inquebrantables te convierte en una opción inútil», en un momento en el que la traición o el abandono ya no son considerados culpa, carga o motivo alguno de vergüenza, dado que no se puede renunciar a lo que no se tiene.

Creía, ingenuamente, que estaba llamado a algo más que a pasarme la vida quejándome, estudiando para acceder a un trabajo precario con el que pagar la mitad de la hipoteca y llenando el inmenso vacío de mi existencia con litros y litros de alcohol y otros vicios. Creía que debía entender mis días como un verdadero acto de servicio a ese prójimo tan archimencionado como olvidado por el individualismo liberal e hipócrita. Creía que defendía, en efecto, aquellos conceptos, tan prostituidos, de Patria y Justicia Social, sobre la base del pensamiento católico que habría de regir y rige cada uno de mis pasos, por más que éste fuese continuamente ignorado y pisoteado, no ya por sus detractores, sino por sus supuestos partidarios. Creía que estaba siendo coherente con cuanto proclamaba. Creía, y, porque lo hacía sin creerlo, pido perdón.

Perdóname —perdónanos—, Jefe, por no haber sabido cumplir con la que considerábamos nuestra empresa; perdónanos por no haber sabido decir no a cuanto(s) entorpecía(n) la lucha por nuestros ideales, por haber querido el oro y el moro, por no haber sido conscientes de que nada lograríamos por aquel camino, sino perpetuar un engaño. Perdonadnos, mejores hombres de la gloriosa historia de España, por no haber preservado vuestras memoria y obra como debíamos, más allá de las proclamas o las intenciones. Perdónanos, España, por no haberte abanderado conformes al concepto que de ti teníamos, no como el mero atractivo de la tierra donde nacimos, no como esa emoción directa y sentimental que sentimos todos en la proximidad de nuestro terruño, sino como una unidad inquebrantable en lo universal; por no haber logrado tomar tus mandos para dirigir a tu pueblo hacia el destino común a que estaba llamado. Perdonadnos, tierras de España, por no haber custodiado debidamente vuestra riqueza, vuestras lenguas y dialectos, vuestras tradiciones, vuestro ser auténtico e incuestionable; por encima de quienes querían utilizarlos para satisfacer sus pretensiones políticas o económicas. Perdonadnos, obreros de nuestra nación, por no haber sabido convenceros de que el Sistema trata siempre de dividirnos (separatismos locales, partidos, etc.) para evitar que tengamos forma alguna de defender nuestros derechos frente a la usura, la corrupción y las vidas burguesas y desenfadadas de quienes nada quieren tener que ver con nosotros. Perdónanos, Cataluña, por no haber impedido que te adargasen aquellos mercaderes de la Patria de que hablaba el Dr. de la Fuente, aquéllos para los que el patriotismo es el medio y el egoísmo es el fin, aquéllos que un día gritaron que murieras y al siguiente se echaron a la calle diciendo defenderte como parte inseparable de España —defender a España y a su unidad era que te rajasen de arriba a abajo por proclamar su nombre en una manifestación andalucista de la sangrienta Transición, no esto—; aquéllos que, por tanto, no merecen sentarse entre españoles; perdónanos, porque muchos de los nuestros han estado junto a ellos. Disculpa, Cataluña, que no hayamos negado el saludo a quienes compadreaban con tus verdugos —no tanto con ésos que portan rastas y destrozan tu patrimonio como con los enchaquetados que se han encargado de sumirte en la ignominia desde dentro y fuera de tus fronteras; unos, cediendo competencias, y, otros, empleándote como campo de juego para dar rienda suelta a su avaricia; derechas y pseudoizquierdas, enemigos todos de la Verdad y la Justicia si ambas se interponen en su ascenso al poder—. Excusa, tierra de nadie y de todos, que no queramos ser soldados en una guerra que no es nuestra, que no tengamos como propósito el de apuntalar un régimen criminal como el que padecemos portando sus banderas y aceptando sus sucias reglas, que no queramos asistir a otro autogolpe que constituya la firma de ese sentencia de muerte redactada por canallas en el 78.

Nos dueles, España, nos dueles una barbaridad, porque nos es imposible reconocerte. Nos resulta harto difícil reconocer en ti a quien rigió el imperio de los mares (Tu regere imperio fluctus Hispane memento),  a quien vio nacer en su seno a las mayores glorias de la literatura, la ciencia, el arte o el combate y a quien vio regados sus campos con la sangre de miles de mártires. Caiga todo el peso de la justicia sobre los que te han destruido; y, para los que ahora se suben al carro de quienes te enarbolan y te ignoran y desprecian el resto de días del año —muchos de ellos, vosotros, que nos saludáis con emoción y venís a aleccionarnos—, el mayor de nuestros desprecios.

A.

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