
Hay labios que callan, como miradas miran hacia otra parte y manos niegan otras a las que aferrarse. Hay pensamientos que inundan mentes, aun cuando no se atreven a decirse en voz alta, aun cuando tiembla la tinta y se desmaya sobre el papel. Silencio. Han conseguido que calles, que no tengas opinión, que no te defiendas y desesperes en silencio, sin sonido, sin presencia, sin vida. Han predeterminado la respuesta manteniendo a raya todo lo que pudiera estar a tu alcance, negando la primavera a los que tienen frío por esa nieve perpetua que es el conformismo, la comodidad e, incluso, el miedo.
No se sabe el tiempo, no se intuye la profundidad del suelo que sostiene las raíces bajo los pies de esos caminantes que aún se atreven a continuar hacia adelante, hasta el confín. Tan solo la nada, si acaso el vértigo, logran que las tablas de ese puente colgante aún tenga la potestad de estremecerse bajo esos tambores que anuncian el fin o, tal vez, un giro inesperado en los acontecimientos. El vértigo…
El vértigo es la racionalidad que en el cuerpo te provoca la responsabilidad de sujetarte a una estructura anclada para evitar la caída al vacío más profundo, al abismo más aterrador. Sin embargo, una vez que esa sensación de contrariedad desaparece, contemplar la nada sugiere la realidad más monstruosa y, por ende, el dolor que sugiere que aún sentimos porque seguimos vivos. Así, escribir lo que ves duele. También, quieres hacer daño con tus palabras para que los seres dormidos abran los ojos de nuevo, queden impactados por la magnitud que se destila de la caricatura más ácida del día a día y pisoteen cualquier rastro de debilidad de ese espejo que devuelve la ilusión a quien prefiere el reflejo y no el hecho.

Hechos. Los que sostienen la pólvora mojada mientras el fuego abrasador muere y se apaga. Hechos. La inocencia de quien sostiene la cerilla sobre ese bidón de gasolina a punto de estallar, salvo por ese último segundo de duda. Es el cristal de las causas perdidas, las más temidas por los que conocen la magnitud de la fuerza de voluntad de aquellos que van perdiendo en el tablero de ajedrez pero, contra todo pronóstico, logran desestabilizar al oponente con férreo corazón y brillante entendimiento. Jaque mate. San Judas Tadeo, patrono de las causas perdidas, sabe de la resistencia de las manos desnudas en invierno y, más aún, de las ideas que se encuentran en estado de ebullición en el momento y el lugar exactos.
Exacto. El número, la hora, el lugar, el espacio. Exacto. La voz que comienza a alzarse entre el silencio que atrae a la muchedumbre callada, el discurso que se pronuncia por vez primera pero no última, las letras que no se puede llevar el viento porque se han escrito a fuego en el alma, la convicción y el entendimiento que soportan la gravedad sobre los hombros, la carga más pesada y, a la vez, más liviana. Escucha, exactamente, los latidos de un corazón necesarios para detener la barbarie y las horas de la ira y entonces, deja de susurrar y abandona el silencio, ordena cada sonido en tu mente y compón una sinfonía con los pensamientos más fuertes que te envuelven y te elevan.
Tarde para la ira; la razón va a ganar. Pero tú, ¿qué sabes de razón, de racionalidad, en un mundo en el que lo correcto no es lo más humano siempre? ¿Qué sabes de silencio, cuando sólo oyes el cacareo incesante de tus propias palabras sin sentido ni sentir? Avaricioso ser humano, imperfecto, crudo. Posesión, aniquilamiento, vanidad, ceremonia.
El silencio no ha sido silencio real últimamente, sino despreciado por los necios que no saben sino oír una y otra vez su propio discurso. Ahora hablo de silencio, necesario y oportuno, para dar sentido al espacio entre palabras que dan alas al discurso completo. Así, sentencias, arengas, himnos, palabras de aliento en definitiva. Y palabras de acción, bellas e inconformistas, valientes y rápidas en un nuevo giro al sol.
Sin embargo, ya no más silencio, demasiado tiempo en el ostracismo contra el muro de hormigón, en la urna de cristal, bajo el agua y nada más. Silencio roto, silencio aniquilado, silencio mancillado por la osadía de aquél que dio, en su día, un golpe sobre la mesa para comenzar una nueva revolución.
