Sobre cultura, batallas culturales y la Agenda 2030

La realidad sociológica que vivimos en Occidente respecto al Derecho es el iuspositivismo. Es decir, el ciudadano obedece la ley por ser ley, no por ser justa. Se produce una separación absoluta de la moral y la ley, de manera que hay actos que, aun siendo moralmente deplorables, veremos que se deben aceptar. El resultado pudiera ser, incluso, en el peor de los casos, que obrar moralmente estuviera prohibido; y, además, socialmente rechazado gracias a la subversión cultural.

Por vaivenes políticos y de tertulianos mañaneros, en más de una ocasión ha salido a relucir el concepto de batalla cultural en los últimos meses. ¿Acaso nuestros dirigentes se preocupaban por la divulgación de las maravillas que surgieron durante el Siglo de Oro, por ejemplo? Nada más lejos de la realidad: hacían referencia al uso político de la cultura como herramienta para imponer la hegemonía cultural de Gramsci. Es decir, usar la cultura como arma política para someter al adversario.

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¿Por qué tiene tanta importancia la cultura? La respuesta a esta pregunta se encuentra en que la causa de su relevancia son los fines para los que puede ser utilizada.

Los elementos culturales sociológicamente dominantes acaban teniendo su traducción en los sistemas legales, declaraciones institucionales y normas supremas que rigen a los Estados. De tal manera, terminan siendo la raíz del ordenamiento jurídico que regula las relaciones entre individuos de una misma sociedad; un ejemplo de ello es Estados Unidos, hoy tan de moda, y la Declaración de Derechos de Virginia de 4 de julio de 1776, que servirá como base para la redacción de su Constitución años más tarde, en 1787.

El pueblo estadounidense del siglo XVIII gozaba de una cultura con fuertes raíces cristianas, parte de ellas católicas, al proceder su sociedad de Estados que reprimían la libertad religiosa y, por ende, del hombre. Por un lado, Inglaterra, con un anglicanismo opresor que llevó a Guido Fawkes a pretender inmolarse con el Parlamento británico; por otro lado, Alemania, en aquel entonces sumergida en el protestantismo y sus variantes, llegando a ejecutar miles de inocentes de la mano de la Inquisición protestante (y no católica). La hodierna idea popular de la Santa Inquisición española y todo su oscurantismo se viene abajo cuando se miran los números; dato mata relato, como muestra este enlace.

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La doble liberación (1588-1605). Propaganda británica contra la Hispanidad. Sátira anticatólica y antiespañola que hace mofa de la Gran Armada de Felipe II y de la Conspiración de la pólvora de Fawkes para matar a Jacobo I. En el centro, bajo una carpa, el Papa, un cardenal, el diablo, un alto cargo español y un jesuita planean la destrucción de Inglaterra.

Al final, el colono americano originario escapaba de las perversiones totalitarias resultantes de una fe errónea instigada por un rey depravado, Enrique VIII, y Martín Lutero, uno de los hombres más dañinos para Europa y la Iglesia Católica. Y así, como respuesta a esa prolongada opresión contra la fe, en Estados Unidos veremos el desarrollo de comunidades coloniales que dan espacio a la libertad religiosa, tomando al cristianismo como marco común de convivencia. Más allá del desacuerdo teologal que las escisiones y herejías produjeron, se reconoce a Dios como actor a quien todo se le debe, girando la cultura, la tradición, entorno a Él. Él es la base del reconocimiento de todo derecho a individuos o naciones. Así lo recoge la mencionada Declaración de Virginia en su introducción:

“Cuando en el curso de los acontecimientos humanos se hace necesario para un pueblo disolver los vínculos políticos que lo han ligado a otro y tomar entre las naciones de la tierra el puesto separado e igual a que las leyes de la naturaleza y el Dios de esa naturaleza le dan derecho, un justo respeto al juicio de la humanidad exige que declare las causas que lo impulsan a la separación.”

Y repite en el preámbulo:

“Sostenemos como evidentes en sí mismas estas verdades: que todos los hombres son creados iguales; que son dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables; que entre éstos están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad; que para garantizar estos derechos se instituyen entre los hombres los gobiernos, que derivan sus poderes legítimos del consentimiento de los gobernados; que cuando quiera que una forma de gobierno se haga destructora de estos principios, el pueblo tiene el derecho a reformarla o abolirla e instituir un nuevo gobierno que se funde en dichos principios, y a organizar sus poderes en la forma que a su juicio ofrecerá las mayores probabilidades de alcanzar su seguridad y felicidad.”.

Sin embargo, ¿qué importancia tendrá la cultura y la ley actualmente? La respuesta nos la da Gramsci con su hegemonía cultural como herramienta de dominación de la clase dominante, cuya cosmovisión se acaba imponiendo. Así es como se transforman las sociedades, con una cosmovisión que llega a ser norma cultural aceptada, una ideología dominante y por ello, se la presupone como válida y universal. Es decir, para domar a una comunidad primero debes amoldarla sociológicamente con una cultura que se vaya infiltrando en ella hasta que sea dominante. El siguiente paso no es otro que trasponer a ley, es decir, conceder al Estado capacidad para que se respete dicha ley o incluso se acate. Así es como la cultura, tras un proceso de metamorfosis, deviene en Derecho.

La secuencia para reformar integralmente una sociedad es la siguiente: la clase dominante es aquella que goza de mayor capacidad, económica normalmente, para divulgar una idea (como recoge el profesor Montero Granados en Historia del Pensamiento Económico). Si la clase dominante quiere dar a conocer ciertos planteamientos, dotará de recursos para que de éstos surjan corrientes en ámbitos puramente divulgativos como pudieran ser universidades, think tanks o foros. De ahí, el siguiente paso es difundir esos planteamientos al conjunto de la sociedad; ya sea vía debates o vía entretenimiento, el esquema es el mismo que propone la ventana de Overton, y el resultado es una sociedad que pueda aceptar e incluso demandar la idea originaria de la clase dominante.

La RAE define cultura como “Conjunto de modos de vida y costumbres, conocimientos y grado de desarrollo artístico, científico, industrial, en una época, grupo social, etc.”. Por ello, introducir pensamientos disruptivos o que rompan con la costumbre conlleva per se una propuesta de aceptar otra cultura, la “anti-cultura”.

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Llegados a este punto, recuerdo cuántas décadas han pasado desde el mayo del 68, momento en el que empieza a aceptarse pública y progresivamente el rechazo a la cultura que la Tradición nos ha dado tras siglos de historia. En diferentes estratos sociales y de manera silenciosa y progresiva vemos cómo ahora se pretende que sean otros los valores culturales que sustenten nuestras costumbres, desde el nihilismo, que empuja al absurdo de la nada, hasta una ideología de género que pretende autoritariamente silenciar la razón, imponiendo un sensibilismo que nuble todo argumento que responda a un ejercicio de lógica y reflexión. De tal manera, dado que la cultura sensiblera empieza a dominar y transformarse en dictadura de pensamiento, es conveniente avisar del inicio de implantación de la famosa Agenda 2030. Esta acabará por subvertir los pilares occidentales para borrar lo que queda de Occidente, es decir, lo que queda de su cultura, lo que queda de su Fe.

Juntando piezas del puzle, debemos ser conscientes (y estar preparados) del futuro que nos llega, ya que es posible que empecemos a vivir una oleada reformista en los próximos años. En Chile, recientemente votó casi el 80% de la población que se redacte una nueva constitución, acabando con la de Pinochet, para elaborar una nueva desde cero, contando con los agentes sociales de la actualidad. Hay que recordar que este cambio constituyente viene precedido por unas «espontáneas y casuales» manifestaciones estudiantiles iniciadas por chicas de institutos, siendo el movimiento feminista el impulsor del proceso reformista. Si a eso se le suma un apoyo demócrata en Estados Unidos, con los hilos de poder que el país norteamericano tiene en Hispanoamérica, podría darse la situación de movimientos que pidan constituciones más «feministas», «igualitarias», «demócratas», etc. Todo ello bajo el espíritu de la Libertad, Igualdad y Fraternidad que la Revolución Francesa trajo consigo. Ya vivimos la «primavera árabe» impulsada por la administración Obama, cuyo único resultado fue desestabilizar Oriente Medio y forzar la inmigración masiva a Europa. Quién sabe si con Kamala Harris de vicepresidenta se procura relanzar la agenda globalista tras el parón que Trump ha intentado forzar estos años. De la mano del globalismo vendrá la promulgación del (mal llamado) progresismo como norma suprema.

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La realidad sociológica que vivimos en Occidente respecto al Derecho es el iuspositivismo. Es decir, el ciudadano obedece la ley por ser ley, no por ser justa. Se produce una separación absoluta de la moral y la ley, de manera que hay actos que, aun siendo moralmente deplorables, veremos que se deben aceptar. El resultado pudiera ser, incluso, en el peor de los casos, que obrar moralmente estuviera prohibido; y, además, socialmente rechazado gracias a la subversión cultural.

Con esta renuncia a la validez del Derecho Natural, se pone a la Constitución por encima de Dios, de la Verdad. Esa es la trampa de Hans Kelsen al elaborar en su obra la jerarquía de las leyes y poner a la Constitución como máximo ente del sistema jurídico: por encima de Dios está la ley. Por eso, la consagración de estos principios progresistas que podría traer consigo el “Gran Reseteo”, podría traducirse en un sometimiento legal de la población a los nuevos parámetros que traigan las futuras constituciones que deben ser rediseñadas en la Era del Desorden (o del Caos) que vivimos. De esta manera se dejaría a los delitos de odio como un insignificante precedente de lo que se venía al verse amenazada la libertad de disentir ante las ideas globalistas que desde Davos se proponen.

Si a ello le sumamos el apoyo explícito de la ONU y demás contubernios globalistas, podríamos estar viviendo en un futuro no tan lejano cómo la ideología de género y el laicismo se convierten en Carta Magna, dejándonos a los católicos con menos lugar (si cabe) en la vida pública. Gracias a Dios, cada vez son más las voces que se alzan y capitanes los que presentan batalla, como demuestra el Arzobispo Vigano.

Esta guerra silenciosa y psicológica es la batalla cultural que se precisa hoy día. No usar la cultura como arma arrojadiza para arrancar votos, sino respetarla por encima del fin político. Porque la política, especialmente la liberal, son intereses, y, al final, los intereses de todos acaban siendo los de unos pocos. Por eso mismo, presentemos batalla no por usar la cultura, sino por respetarla y conservarla. Al final, ignorando los últimos aullidos de la Modernidad, debemos ser conscientes de que la tradición no son las cenizas del pasado, sino la llama que se pasa de generación a generación.

RICARDO MARTÍN DE ALMAGRO GARZÁS

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