Hice mi equipaje y partí. Estando bien pertrechado, monté a Rocinante y elegí la aventura, abandonando el confort y las comodidades. Sabía que el camino no sería fácil, pero lo acepté dada la urgencia de la circunstancia. En un mundo que se cae a pedazos, en el que es más necesario que nunca redescubrir el valor de lo humano y la misión histórica y trascendente a que está llamado, quedarse quieto, siendo consciente, debería ser delito.
Será por la citada trascendencia humana, aspiración a lo sobrenatural, por la que las creencias existen y tienen tan fuerte arraigo en cada persona. Un dicho rezaba así que “las ideas van y vienen; las creencias sostienen”, expresando la importancia que tiene la fe, ya sea en una religión o en la negación de la misma. De ahí la importancia para el creyente de aquello que profesa: son cimientos difícilmente movibles sobre los que planea construir su vida y a través de los cuales pretende alcanzar santidad o felicidad, según anhele una cosa, la otra o las dos. Es por ello que el respeto a dichos credos se convierte en norma imperativa para la convivencia en una sociedad en la que aceptamos ser diferentes. Al igual que no se puede imponer una religión o el ateísmo, tampoco se debe atacar o ridiculizar. No porque estemos en una “democracia” (ese argumento es un chiste), sino porque se hiere lo más profundo del que acepta una forma determinada de vivir la vida, siguiendo esos dictados que considera no sólo justos sino también buenos.
Todo ello me lleva directamente al entristecimiento por lo sucedido en el espectáculo Drag Queen de Canarias este año. No sacaré a relucir el estúpido y bobo berrinche de “siempre contra los mismos, con Mahoma no se atreven”; si bien es cierto que hay un evidente abuso de la templanza católica, no pretendo incitar a que otros de distinto dogma vean atacadas sis creencias. Bastante me dolió y repugnó a mí como para deseárselo al prójimo. Sin embargo, ello me permitió dilucidar dos problemas que imperan hoy en Occidente: por un lado, padecemos de una banalización tan grande de la vida en sí que conduce sin remedio aparente al desprecio y burla hacia los caminos que muestran la moral y la fe (¿es el triunfo absoluto del relativismo, del juego del todo vale?); por otro, cada época lleva asociada una corriente artística que refleja los valores y pensamientos de la sociedad que la protagoniza; echo la vista atrás, observo el presente, comparo… y no veo más que un sinsentido: ¿es tal la falta de creatividad que, para llamar la atención, se debe arremeter contra nuestras raíces, o es que, realmente, Occidente quiere derribar su Historia y derrumbarse con ella?
Sea como sea, la aventura ha comenzado. Ante el suicidio del ser humano, debemos demostrarle que merece la pena vivir. Si pretendes ahorcarte y no intento evitarlo, mi omisión me hace cómplice. Y, hoy día, es Occidente quien está apretando su propia soga.
MINERVO