Vivimos una nueva era. Desde que, el 10 de marzo de 1876, Alexander Graham Bell realizara la primera llamada telefónica, los avances en este campo nos sitúan actualmente ante un panorama sin precedentes, donde un pequeño objeto en el bolsillo se convierte en herramienta indispensable, para lo bueno y para la malo.

A pesar de las innumerables ventajas, nuestro modelo económico mundial hace del sector de la telefonía móvil un mercado insólito, donde encontramos situaciones tan hilarantes como la que apunta la Organización de las Naciones Unidas en su informe Global E-waste Monitor 2017 del programa Ciclos Sostenibles: “Con una población mundial de 7.400 millones de personas, el mundo tiene actualmente 7.700 millones de suscripciones a teléfonos móviles: es decir, hay más teléfonos que personas”.
Este informe, elaborado por la Universidad de las Naciones Unidas (UNU) para aumentar la conciencia y focalizar atención al creciente problema de los residuos electrónicos, presenta una serie de datos escalofriantes.

De los casi 50 millones de toneladas de residuos electrónicos que se generan anualmente en el mundo, sólo se reciclan el 20%. En el mismo informe, se señala que el valor monetario de los materiales presentes en los residuos electrónicos o e-waste generados durante el 2016 asciende a los 50 billones de euros.
De todas estas cifras de proporciones mastodónticas, el informe apunta a que los aparatos de telecomunicaciones de menor tamaño (teléfonos, móviles, ordenadores, aparatos GPS, etc.) suponen alrededor de un 40% del total de residuos electrónicos generados en 2016. Para hacernos una idea: en los Estados Unidos de América se desecharon 435.000 toneladas de este tipo de aparatos, valorados en 9.500 millones de dólares.

El crecimiento exponencial del uso de las nuevas tecnologías, debido a las facilidades que reportan en todos los ámbitos (comunicación, entretenimiento, educación, salud…), ha contribuido al aumento de la demanda de esta clase de dispositivos.
A esta situación, hay que añadir una de las normas que rigen nuestro sistema de consumismo: la obsolescencia programada.
Se trata de la reducción intencionada de la vida útil de los productos para así incentivar que los consumidores adquieran otros nuevos. Cuando pase este periodo de vida útil el producto se volverá obsoleto, inservible (López Duro, M., 2020).

Esta práctica asegura una gran demanda continua, que reporta grandes beneficios y una actividad ininterrumpida a las empresas fabricantes. Según López Duro, M., existen tres clases de obsolescencia:
- Obsolescencia de función. Este tipo de obsolescencia se da cuando sale a la venta un producto más avanzado, es decir con nuevas funciones.
- Obsolescencia de calidad. En este tipo de obsolescencia el producto después de tener cierto tiempo de uso empieza a presentar fallas y un mal funcionamiento.
- Obsolescencia de deseo. Ocurre cuando sale a la venta un producto más avanzado y las personas cambian el que ya tienen, solo por cuestiones de estilos o moda.
La puesta en marcha de este sistema supone un acortamiento en la vida útil de cualquier producto electrónico. La media de vida de un teléfono móvil en los principales países desarrollados (Estados Unidos, China y Europa) no pasa del año y medio o dos años.
A todo esto, debemos añadirle el aumento del poder adquisitivo de la población, que se refleja en un mayor número de ventas, y a la caída de los precios de este tipo de productos, haciéndolos más asequibles y accesibles.

Cuando se tratan de forma inadecuada, los residuos electrónicos presentan problemas de salud graves, poniendo en riesgo la salud de las personas.
Los procesos que no utilizan los medios, instalaciones y personal adecuados plantean amenazas adicionales.
A pesar del conocimiento existente sobre la alta contaminación de estos residuos, el informe Global E-waste Monitor apunta que tan sólo 41 países cuantifican los residuos que se generan y reciclan oficialmente. El paradero de la mayoría de los desechos (34 toneladas de más de 44) sigue siendo desconocido.
Juntando todas estas características, nos encontramos con un problema en mayúsculas: la generación de millones de toneladas de residuos electrónicos. Por suerte, hay motivos para albergar esperanza, ya que el mismo desarrollo tecnológico que ha dado pie a este sistema ha encontrado una solución: el reciclaje.
Si nos fijamos únicamente en los teléfonos móviles, encontramos que casi el 90% de los materiales que componen un teléfono móvil son reciclables.
Esto abre una importante línea de trabajo para la instauración de un modelo circular que permita recuperar, si no todo, gran parte de esos materiales para evitar su agotamiento.

La contaminación ligada a este tipo de dispositivos comienza desde su fabricación, ya que precisan de innumerables materiales, como hiero, plata, cobre, oro, aluminio, paladio, platino o iridio. Algunos de ellos son los llamados «metales de tierras raras» y se usan principalmente en las baterías. Se trata de minerales muy apreciados por su conductividad, pero muy escasos.
A día de hoy, existen numerosas empresas que se dedican a la compra-venta de terminales. Además del reacondicionamiento para su reincorporación en el mercado (un auténtico sector al laza), existe una novedosa apuesta: la minería urbana.
La idea de este tipo de minería es usar los teléfonos móviles antiguos como una nueva fuente de metales. Dado que todos los teléfonos cuentan con ellos y existe una gran demanda para suplir la poca oferta disponible de una gran parte de minerales, la minería urbana se presenta como una fuente alternativa.
