‘Y toda la esperanza, y toda la impaciencia’, por Ángel

En los momentos confundidos y amargos hace aparición la vieja estrofa. Una estrofa olvidada, que llama a los jóvenes a alcanzar cumbres sin fronteras, a buscar palabras limpias y verdades recias. A marchar hacia cosas grandes y a conquistar metas inalcanzables. Con esperanza, pero no una esperanza pasiva, resignada y burguesa; al revés: con una esperanza impaciente. Joven. Una estrofa que cree que el género humano, además de nacer, crecer, reproducirse y morir, es portador de valores eternos. Una estrofa que sigue condensando todo lo noble que cualquier joven puede dar de sí.

Una olvidada estrofa de nobleza que llenó de ilusiones a nuestros mayores, a esa generación que no entendía de drogas, de depresiones, de blasfemias, ni de bajezas morales. Una olvidada estrofa de nobleza que, en cambio, hoy sería despreciada por los jóvenes. Por esos jóvenes que sólo lo son físicamente, lo que equivale a no serlo de ninguna forma. Por jóvenes que, en realidad, son ancianos alojados en cuerpos veinteañeros, con una felicidad dependiente de dosis cotidianas de vacío espiritual. Muertos vivientes sin nervio ni pulso, orgullosos de ser esclavos y partícipes de todo lo que nos disuelve. Una generación que rehúye los compromisos más elementales: aquéllos que duran toda una vida. Que conoce el precio de todo y el valor de nada. Una juventud que no quiere complicarse la vida, con el único dogma de los estómagos llenos y las entrepiernas aliviadas. Que nunca sacrificará su individualismo en pos de existencias elevadas, porque, endiosados y soberbios, sólo creen en ellos mismos.

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Paysan répandant du fumier (Jean-François Millet, 1854-1855). Museo de Arte de Carolina del Norte, EE. UU.

Una juventud que antes escalaba cimas, labraba la tierra y era viva sementera de generaciones venideras. Una juventud que antes de los treinta años ya enseñaba a sus hijos a arrodillarse ante Dios. Una juventud que no admitía dudas, y menos aún desprecios, hacia la Fe de sus padres y abuelos. Una juventud que, cuando fue necesario, supo cubrir de fusiles y rosarios las tierras de España, asumiendo antes su muerte individual que su muerte colectiva. Una juventud que amaba y respetaba, que luchaba y perdonaba, que legaba a sus hijos el trabajo de toda una vida, enseñándoles e inculcándoles el amor por su tierra y sus tradiciones. Una juventud que no renunciaba a formar una familia por miedo a dejar de salir a emborracharse los viernes, porque sabía que la felicidad residía en cosas muy diferentes.

El drama de nuestros días se hace cada vez más visible y más impracticable para quienes pensamos que tenemos otros fines que cumplir. Para quienes luchamos y pasamos inadvertidos, al menos para el común de los muertos vivientes que cada día nos cruzamos. Para quienes somos despreciados, en muchas ocasiones, con el silencio y la indiferencia de personas, supuestamente, como nosotros. A veces solos, combatiendo y tratando de construir en las pequeñas parcelas que nos permiten nuestros limitados medios. Pero mientras queden almas que convertir, tierras que labrar, familias que formar y una Patria que reconquistar, seguirá teniendo sentido la olvidada estrofa, más actual que nunca, que reclama sólo palabras limpias, y sólo verdades recias.

Ángel.

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